De nuevo la Asociación Musical Moteña nos brindaba otra oportunidad
el pasado 7 de septiembre. Como en tantas otras ocasiones, disponía de
la fortuna de vivir el concierto en un lugar privilegiado, aunque no
menos que del que disponían los allí presentes, pues en este caso,
aunque lo visual juega su parte, es lo auditivo lo que hizo unir en el
parque del Retiro a una parte considerable de aledaños, unos madrileños y
otros que no lo eran tanto, quienes podían reconocerse entre los
nuestros desde lo alto del tradicional, histórico y castizo templete.
La
música conectaba con la belleza del montaje completo. Es contingente en
ese entorno la absoluta falta de estridencias, la apuesta por dar vuelo
a los detalles, por los fondos: el timbre de unos solos, la emoción de
un fraseo conjunto, la contención de cajón y castañuela, el ímpetu de
una guitarra o un aplauso antes de finalizar o bien al comenzar las
primeras notas por parte de unos oyentes ya bien instruidos por el paso
del tiempo.
La entrada del director convenció al público de que
el de esa apacible mañana no iba a ser un concierto más. “Una noche en
el Monte Pelado”, de Mussorgsky, hizo que la banda se adecuase al
ambiente de manera súbita y cegadora, ante una partitura pensada para
bastarse a sí misma. Esta primera escena es, conjuntamente con el final,
la bengala que se acerca con más rapidez al oído que ya conoce las
matinées del Retiro. Tras esta comodidad que otorga siempre los inicios,
siguió con alto sentido melódico, colorido y lirismo sensual “La viuda
valenciana”, de Khachaturian, inspirada en la comedia homónima de Lope
de Vega, donde cada emoción convertida en música trata de desplegarse y
convertirse en movimiento, agrupada e independiente, como un
afloramiento de anémonas en mitad de una corriente.
Pero aún nos
quedaba mucho que decir en la segunda parte de este programa, que daba
comienzo con un pasodoble que hacía honor a la ciudad, “Las kermés de las
vistillas”, de José María Martín Domingo, a la manera de una tierna
muestra de afecto intimista y delicada. Al fin y al cabo, una de las
delicias de la música es su volubilidad, su capacidad para mostrarse
bajo distintos aspectos sin perder un ápice de interés, enriqueciéndose
con cada divergente visión de la misma cosa. Es precisamente lo que
ocurriría con la siguiente obra, “La Torre del Oro”, de Gerónimo
Giménez, clásico entre los clásicos que, lejos de mostrarse desgastada
de tanto exhibirse sobre los escenarios desde que su autor la compusiera
en 1902, se mostró ante el público revitalizada y dotada de un nuevo
significado, gracias al preciso trabajo de unión y fraseo que escuché transformado en elogios al bajar las escaleras que separaban el templete del suelo del parque.
Para
cuando empezó la última obra programada, “Hispania”, de Óscar Navarro,
escrita con una desgarradora instrumentación, la verdadera intención de
la actuación ya estaba clara: al igual que ante un perfume intenso el
olfato se satura a los pocos minutos para dejar de percibir el aroma, el
exceso de estímulos, las intensidades sobreexpuestas en tantos campos a
la vez jugaban acorde con el resultado definitivo. Aunque el bullicio
se fusionaba con la música, fue esa y no otra la exuberancia del goce
artístico que marca por definición nuestro oficio. Una belleza que se
difumina y se evidencia en el momento en que el público se pone en pie y
no pretende dejar de dar su agradecimiento a través del aplauso, en un
tiempo flotante y mínimo de asimilación, donde por fin el concierto
cobra todo su sentido, como no podía ser de otra manera, a través de los
sones de la música que hacen suya en la memoria y en la piel, el chotis
de la ciudad que tanto calor nos ha dado, y de la que nos sentimos tan
agradecidos: Madrid, y con ella su parque, el Retiro.
Carmen Noheda